Fundamentación Teórica - Educación
La educación, entendida como un proceso social y cultural, no puede desligarse de los principios fundamentales de la psicología social. Esta disciplina, al centrarse en la forma en que las personas piensan, sienten y actúan en contextos sociales, ofrece un marco esencial para comprender y mejorar la dinámica educativa, pues el aprendizaje se produce siempre en interacción con los otros. Por esta razón, la relación entre la psicología social y la educación resulta clave para el análisis de los vínculos que se generan en la escuela, tanto a nivel intrapersonal como interpersonal y grupal.
Uno de los primeros aspectos a destacar en esta relación es el papel de la convivencia y las interacciones sociales en el espacio educativo. La escuela no es solo un lugar donde se transmite conocimiento, sino también un escenario donde se forjan identidades, se configuran valores y se establecen vínculos que marcan la vida de los individuos. Según Lewin (1935), uno de los padres fundadores de la psicología social, "el comportamiento es función de la persona y de su ambiente", lo que significa que los estudiantes y docentes se ven influenciados por los contextos sociales que los rodean. Así, el aula se convierte en un microcosmos de la sociedad donde se reproducen, cuestionan o transforman los patrones culturales y las normas sociales.
En este sentido, el trabajo de Sherif (1936) sobre las normas sociales y la influencia del grupo destaca que gran parte de nuestro comportamiento está guiado por los otros, lo que es aplicable a la dinámica escolar, donde los estudiantes adoptan formas de actuar en función de los modelos, normas y expectativas del grupo y de la autoridad docente. Desde esta perspectiva, el rol de los docentes y de las autoridades escolares es central como agentes de socialización, pues no solo enseñan conocimientos académicos, sino que median en la construcción de significados y en la transmisión de valores sociales.
La percepción social ocupa también un lugar fundamental en la psicología social de la educación, ya que condiciona las relaciones interpersonales dentro de la escuela. El modo en que los docentes perciben a los estudiantes —y viceversa— influye directamente en las expectativas, el rendimiento académico y el clima escolar. Tal como expone Goffman (1959) en su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana, los individuos constantemente ajustan su comportamiento en función de las percepciones que creen que los demás tienen de ellos. Esta idea es clave para entender cómo los estereotipos, los prejuicios o las primeras impresiones pueden impactar en la interacción pedagógica.
Un claro ejemplo de este fenómeno en el ámbito educativo es el efecto Pigmalión, estudiado por Rosenthal y Jacobson (1968), quienes demostraron que las expectativas de los docentes influyen en el rendimiento de los estudiantes. Si un profesor espera que un alumno destaque, es probable que este lo haga, precisamente porque el trato recibido aumenta su motivación y autoestima. Esta situación pone de manifiesto la importancia de reflexionar sobre los propios sesgos perceptivos en la práctica educativa.
Otro aspecto crucial que aporta la psicología social a la educación es el estudio de las actitudes y su relación con la conducta. Las actitudes, definidas por Allport (1935) como una "predisposición mental y neural organizada a través de la experiencia, que ejerce una influencia directiva o dinámica sobre la respuesta del individuo a todos los objetos y situaciones con los que se relaciona", tienen un impacto directo en el aula, donde tanto docentes como estudiantes se enfrentan a situaciones que requieren apertura, empatía y manejo de emociones.
En el caso de los docentes, sus actitudes hacia la diversidad, hacia los estudiantes con dificultades o hacia las nuevas metodologías influirán no solo en su desempeño, sino también en el ambiente que construyen. Por otro lado, las actitudes de los estudiantes hacia el aprendizaje, la autoridad y sus compañeros afectarán su participación y su rendimiento. En este punto, es importante resaltar la teoría de la acción razonada de Fishbein y Ajzen (1975), que sostiene que las actitudes, junto con las normas sociales y la intención, predicen la conducta. Este marco teórico es particularmente útil para diseñar intervenciones educativas que busquen cambiar conductas a través de la modificación de actitudes.
La influencia social y la persuasión son procesos psicosociales estrechamente ligados a la educación. La escuela es un espacio donde se producen continuas influencias: los docentes intentan influir en sus estudiantes para lograr aprendizajes significativos, mientras que los pares ejercen presión y modelan conductas. Cialdini (2001), uno de los expertos más reconocidos en persuasión, señala que los principios de reciprocidad, coherencia, prueba social, simpatía, autoridad y escasez son universales en la influencia social. Estos principios pueden observarse en la dinámica escolar, por ejemplo, en la forma en que un profesor logra motivar a sus alumnos o cómo los grupos de estudiantes influyen en la conducta de sus compañeros.
Este componente de influencia también se relaciona con el concepto de poder en la escuela. French y Raven (1959) identificaron cinco bases de poder social: poder de recompensa, poder coercitivo, poder legítimo, poder referente y poder experto. Posteriormente, Raven (1965) añadió el poder de la información. Estas formas de poder se manifiestan en la interacción docente-estudiante, pero también entre los propios estudiantes o entre el personal de la institución. Entender estas dinámicas es vital para crear ambientes educativos donde la autoridad no se ejerza de forma autoritaria, sino en un marco de respeto, cooperación y desarrollo mutuo.
Otro de los grandes aportes de la psicología social al campo educativo es el análisis de las identidades sociales y su impacto en el rendimiento académico y la convivencia. Según Tajfel y Turner (1979), las personas tienden a clasificarse a sí mismas y a los demás en categorías sociales que influyen en su autoestima y en sus comportamientos. Esta teoría resulta muy útil para comprender los fenómenos de discriminación, exclusión o violencia escolar, así como para promover la inclusión y la diversidad en las instituciones.
Cuando los estudiantes se sienten valorados y reconocidos dentro de su grupo social, su identidad se refuerza positivamente, aumentando su motivación y compromiso. Por el contrario, la estigmatización o la falta de reconocimiento puede generar actitudes negativas, bajo rendimiento y deserción escolar. En este sentido, la psicología social provee herramientas para crear climas inclusivos y respetuosos, donde las diferencias culturales, sociales y personales sean vistas como una riqueza y no como una amenaza.
Además, la teoría del aprendizaje cooperativo, ampliamente estudiada por Johnson y Johnson (1999), resalta la importancia de la colaboración en los procesos de enseñanza-aprendizaje. A través del trabajo en equipo y de la construcción conjunta del conocimiento, los estudiantes no solo aprenden contenidos académicos, sino que desarrollan habilidades sociales como la empatía, la comunicación asertiva y la resolución pacífica de conflictos. Estas competencias son esenciales para la vida en sociedad y para la formación de ciudadanos comprometidos.
La comunicación verbal y no verbal, otro tema central en la psicología social, también adquiere relevancia en el ámbito educativo. Como afirman Knapp y Hall (2006), gran parte del mensaje que transmitimos no se expresa mediante palabras, sino a través de gestos, expresiones faciales, posturas y tonos de voz. En este contexto, el docente no solo debe cuidar el contenido de sus mensajes, sino también la forma en que los comunica, ya que los estudiantes son altamente sensibles a estos elementos y muchas veces perciben incongruencias entre lo que se dice y lo que se transmite emocionalmente.
Este principio también aplica al ámbito de la dirección educativa, donde las figuras de liderazgo, como la rectora, deben ser conscientes de la importancia de su comunicación en la construcción de un clima organizacional positivo. Un liderazgo efectivo no solo dirige sino que inspira, moviliza y crea un sentido de pertenencia, elementos fundamentales para una escuela saludable y democrática.
Dentro del contexto educativo, resulta indispensable abordar también el papel que juegan los procesos ideológicos y culturales en la formación de los estudiantes y en la dinámica institucional. La psicología social nos enseña que los sistemas de creencias, los valores y las representaciones sociales influyen profundamente en la manera en que se concibe la educación, el rol del docente, la autoridad escolar y las relaciones interpersonales (Moscovici, 1979). En este sentido, las normas y costumbres vigentes en la comunidad educativa moldean no solo las expectativas y actitudes de los estudiantes, sino también los discursos y prácticas pedagógicas.
Por ejemplo, en sociedades donde predomina un enfoque cultural colectivista, como las descritas por Markus y Kitayama (1991), se valora más la cooperación, la armonía grupal y el sentido de pertenencia, lo que influye en la forma en que se estructuran las relaciones en el aula. Por el contrario, en culturas más individualistas, como las de muchas sociedades occidentales, se prioriza la competencia, la autonomía y el logro personal. Esta distinción cultural es relevante para las escuelas de países como Ecuador, donde coexisten diversas cosmovisiones y prácticas culturales, especialmente en contextos con población indígena o rural. Comprender esta diversidad cultural y su influencia en la educación permite desarrollar propuestas pedagógicas más inclusivas y respetuosas de las diferencias.
La diversidad cultural, social y personal dentro de las instituciones educativas plantea también el desafío de prevenir y combatir los fenómenos de discriminación, estereotipos y prejuicios, temas ampliamente estudiados en la psicología social. Según Allport (1954), los prejuicios surgen cuando se generalizan creencias negativas hacia un grupo social, lo que puede llevar a actitudes discriminatorias. Estas manifestaciones pueden expresarse en el ámbito escolar a través de exclusiones, burlas o desigualdades en el trato, afectando no solo la autoestima de los estudiantes, sino también su desarrollo académico y social.
La presencia de estereotipos —concepciones simplificadas sobre los otros basadas en categorías como género, etnia o clase social— puede incidir negativamente en la forma en que los docentes perciben y tratan a sus alumnos. En este contexto, es importante recordar que, tal como plantea Dovidio y Gaertner (2004), los prejuicios actuales suelen ser sutiles y encubiertos, lo que hace aún más difícil su detección y erradicación. De ahí la necesidad de que los líderes educativos, como la rectora, adopten una postura crítica y proactiva frente a estas problemáticas, promoviendo políticas de inclusión y equidad.
En relación con esto, la psicología social aporta valiosos enfoques para comprender y transformar las relaciones de poder dentro del ámbito educativo. Foucault (1975) nos recuerda que el poder no se ejerce solamente de manera represiva o coercitiva, sino también a través de discursos, saberes y prácticas que se internalizan y naturalizan. En el entorno escolar, esta noción implica que la autoridad no debe ser vista únicamente como una jerarquía rígida, sino como una construcción social que puede ser usada para empoderar a los estudiantes y promover su participación activa en la toma de decisiones.
Desde esta perspectiva, se vuelve fundamental desarrollar estilos de liderazgo educativo que no solo se limiten a administrar o controlar, sino que sean capaces de transformar la cultura institucional. Como sostiene Bass (1985) en su teoría del liderazgo transformacional, los líderes deben ser capaces de inspirar y motivar a su equipo, promoviendo cambios positivos y fomentando un clima de confianza y respeto. En el caso de la escuela, esto significa construir un espacio donde el aprendizaje y la convivencia se basen en la colaboración, la inclusión y la equidad.
Otro de los conceptos esenciales de la psicología social que debe ser considerado en el ámbito educativo es el de autoestima y autoconcepto, los cuales se ven influenciados por las interacciones sociales y el ambiente escolar. Cooley (1902) propuso el concepto del “yo-espejo”, que se refiere a cómo la percepción que tenemos de nosotros mismos se construye a partir de la imagen que creemos que los demás tienen de nosotros. En la escuela, los mensajes explícitos o implícitos que los docentes y compañeros transmiten a los estudiantes pueden fortalecer o debilitar su autoestima, afectando así su rendimiento y bienestar emocional.
Mead (1934) amplió este concepto, al señalar que el “yo” se forma en relación con los otros significativos, lo que nos lleva a concluir que la experiencia educativa va mucho más allá de los contenidos académicos, ya que implica un proceso constante de socialización, de construcción de la identidad y de valoración personal. Por lo tanto, el docente no es solo un transmisor de conocimientos, sino también un espejo social que puede reflejar aceptación, confianza y motivación, o por el contrario, rechazo y desvalorización.
La interculturalidad y los procesos de aculturación también son relevantes en la comprensión de la realidad educativa actual, especialmente en contextos donde confluyen estudiantes de diferentes etnias, nacionalidades o realidades socioeconómicas. Berry (1997) identificó cuatro estrategias de aculturación: integración, asimilación, separación y marginación, las cuales describen las diferentes formas en que los individuos se relacionan con las culturas mayoritarias. Esta teoría es especialmente útil para analizar las experiencias de estudiantes migrantes o de comunidades indígenas en las escuelas ecuatorianas, permitiendo diseñar estrategias de inclusión y respeto por la diversidad cultural.
Por otro lado, la psicología social también contribuye a la educación a través de la comprensión de los procesos grupales. El aula es, en sí misma, un grupo social donde se desarrollan fenómenos como la cohesión, el liderazgo, la conformidad o el conflicto. La teoría de la identidad social de Tajfel (1981) ayuda a explicar cómo los individuos adoptan comportamientos y actitudes en función de su pertenencia grupal, lo que puede dar lugar tanto a la solidaridad como a la discriminación hacia los que son percibidos como miembros de un “exogrupo”.
Asimismo, es importante destacar que los procesos de influencia social en la escuela no se limitan a la autoridad formal. Como demuestran los experimentos de Asch (1956) y Milgram (1963), la presión del grupo y la obediencia a la autoridad pueden llevar a las personas a actuar en contra de sus propios valores. Estos hallazgos son sumamente relevantes en el ámbito educativo, pues permiten reflexionar sobre cómo se puede fomentar el pensamiento crítico y la autonomía moral de los estudiantes, en lugar de una obediencia ciega o una sumisión acrítica a las normas.
En este contexto, el aprendizaje cooperativo y la promoción de valores democráticos se convierten en herramientas poderosas para construir una educación más humana y socialmente responsable. Tal como propone Paulo Freire (1970) en Pedagogía del oprimido, el objetivo de la educación no debe ser la domesticación, sino la liberación, mediante un diálogo auténtico que permita a los estudiantes convertirse en sujetos activos de su propio aprendizaje y de su transformación social.
Finalmente, no podemos olvidar que la escuela, como espacio social, está atravesada por relaciones de género, las cuales pueden reproducir o transformar las desigualdades existentes en la sociedad. El enfoque de género en la educación, sustentado en los trabajos de autoras como Butler (1990) o Bourdieu (1998), resalta la necesidad de cuestionar los estereotipos sexistas y promover una educación inclusiva y equitativa para todos y todas. Esta reflexión cobra especial relevancia en contextos donde persisten prácticas discriminatorias o donde las mujeres y otros grupos vulnerables tienen menor acceso a oportunidades de desarrollo y liderazgo.
En síntesis, la psicología social proporciona un conjunto de conceptos y herramientas que enriquecen profundamente el análisis y la práctica educativa. Comprender cómo las actitudes, las percepciones, las identidades, las normas sociales y los procesos de influencia afectan la dinámica escolar permite a los profesionales de la educación, incluyendo a las autoridades como la rectora, crear ambientes más justos, inclusivos y favorables para el aprendizaje. Tal como afirma Myers (2003), “somos criaturas sociales y gran parte de lo que somos lo aprendemos en interacción con los demás”; en este sentido, la escuela es, sin duda, uno de los escenarios más poderosos para forjar no solo conocimientos, sino también valores y ciudadanía.
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